Autorretratos de una Divina Condesa
- Michele Sanrí
- 1 abr 2020
- 3 Min. de lectura

Hoy les traigo un personaje legendario y fascinante dentro del autorretrato, Virginia Oldoini (1837-1899), mejor conocida como la Condesa de Castiglione o Condesa Divina, la llamaban también La Perla d’Italia. Se decía que era la mujer más bella de su tiempo, hija de una familia aristócrata de la Toscana, con una educación esmerada, escribía y hablaba cuatro idiomas y dominaba la música y la danza. Virginia era mujer muy avanzada para su tiempo, su comportamiento extravagante y su personalidad autónoma, alegre y vitalista, no la hacia encajar en los moldes de aquella sociedad.
Se enamoró y se casó a la edad de 17 años con Francesco Veraris Asinari Conde de Castiglione, con quien tuvo su único hijo. La relación con el Conde no fue fácil, ya que la decepcionó profundamente al poco tiempo de contrae nupcias por su trato frío e indiferente, que dejaba claro que su interés hacia ella se basaba en lo social.

Sus apariciones en fiestas y eventos aristocráticos eran siempre objeto de escándalo, por su vestuario excéntrico y comportamiento atrevido. Le gustaba galantear con cuanto hombre poderoso se cruzara en su camino, llegándose a convertir en la amante de Napoléon III con fines políticos.
La tragedia apareció en su vida al perder a su hijo George, quien falleció de viruela antes de llegar a la adolescencia; golpe que la dejó tan triste y vacía, que ensombreció por completo su carácter alegre y festivo.
Perder a su único amor llevo a la condesa a refugiarse en la fotografía, con la idea quizás de reconstruir su identidad y verla reflejada en imágenes, o de aliviar aquel corazón roto.
La búsqueda más allá del narcisismo
Cruzó por primera vez las puertas del estudio fotográfico Mayer et Pierson en julio de 1856, convirtiendo ese lugar en un espacio donde dio rienda suelta a su creatividad. Aunque Pierre-Louis Pierson era el fotógrafo, la condesa dirigía todos los detalles, desde el vestuario, encuadres hasta la escenografía; teniendo el control total de sus imágenes, mientras Pierson asumía con ella el rol a operador de cámara.
Semanalmente la condesa concurría al estudio, donde Pierson bajo una técnica intachable la retrataba en multitud de poses y escenografías bajo sus directrices, que la convertían no solo en modelo sino en autora. Apasionada por este arte le gustaba muchas intervenir en el proceso de revelado e incluso llegaba a colorear manualmente las fotografías.

Con el pasar de los años, la condesa vio cómo su belleza comenzaba a desaparecer, el hecho de haber estado tan centrada en su físico le hacía difícil aceptar la llegada de la vejez, a partir de entonces comenzó a explorarse con la fotografía desde otra visión, ahora como un cuerpo fragmentado, que reflejaba en aquel desmembramiento a una nueva mujer de belleza marchita que caía a pedazos desde su interior.
Las fotografías conservan su belleza mientras ella caía a pedazos desde su interior
La condesa dejó de aparecer paulatinamente hasta convertirse en una misteriosa mujer nocturna, melancólica y triste que solo se le podía por las noches cubierta de velos.
En fotografías podía ver la belleza, mientras ella ya marchita caía a pedazos desde su interior.
Aquella colaboración con Pierson permaneció por más de 40 años, que dejan más de 400 retratos/autorretratos, en los que la Condesa nunca terminó de encontrarse. Auténticos performances, donde se le puede ver como monja, cortesana, aristócrata, madre, entre otros.
Mas allá de la obsesión y autoidealización que sentía la condesa hacía su propia imagen, me atrevería a decir que su necesidad de autorretratarse estaba más asentada en su melancólica vida que en el narcisismo, al que se ha hecho tanta referencia en múltiples publicaciones; al encontrar en cada imagen un medio para escapar del vacío y la carencias afectivas que la rodeaban.
“La tecnología de su época no la hizo obsesionarse con su propia imagen – ella ya estaba obsesionada con ella. La tecnología solamente nos dejó un fascinante registro de su obsesión. Y por ello todos somos ahora La Castiglione” Ben Richmond
Mas allá de la obsesión y autoidealización que sentía la condesa hacía su propia imagen, me atrevería a decir que su necesidad de autorretratarse estaba más asentada en su melancólica vida que en el narcisismo, al que se ha hecho tanta referencia en múltiples publicaciones; al encontrar en cada imagen un medio para escapar del vacío y la carencias afectivas que la rodeaban.
La condesa murio a la edad de 62 años, el 28 de noviembre de 1899 dejándonos un legado en la fotografía. Su muerte la catapulto a la fama, haciendo de la Divina Condesa un personaje legendario y fascinante desde múltiples enfoques.
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